¿Por qué queremos hacer encajar lo que no encaja, pegar lo que ya está roto, zurcir lo que ya fue remendado? Por ese toque de dramatismo que parece ser esencial. Esa bendita necesidad de que el otro cambie, de que el otro diga lo que no dijo hasta el momento, ni en diez años, ni en ocho meses y que, tal vez, no diga nunca.
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